Si se repasa la historia del surgimiento de los Estados nacionales se verá que tiene similitudes con la situación a la que nos enfrentamos, pero con resultado exitoso: la construcción de un poder central capaz de imponerse a los “poderes intermedios” –ciudades, provincias, corporaciones– cuyos conflictos comprometían el orden social. Independientemente de los diversos grados de consenso y de violencia que llevaron a la formación de cada uno de esos Estados, su legitimidad –esto es, la legitimidad de su “monopolio de la violencia”– es base del orden social interno, ese orden que no existe en el plano internacional y que reclama algún tipo de solución similar a la lograda en el plano interno de cada nación. De alguna manera, la apología de la democracia, concepto vinculado estrechamente al tipo de orden social de gran parte de los Estados occidentales, hace más aberrante el actual ejercicio del poder en lo internacional.
Escribía el politólogo Norberto Bobbio que “... en el proceso iniciado a finales del XVIII para superar la soberanía del Estado nacional con una gradual intensificación de los acuerdos internacionales” se ha producido un retroceso en los últimos tiempos.