En los análisis de los conflictos internacionales,
especialmente los de las guerras, por útiles y necesarias que sean la
evaluación de sus causas, de las responsabilidades de los países implicados y
de otros factores que les conciernen, se puede omitir un problema básico, la
inexistencia de un poder político superior que arbitre entre las partes, tal
como lo es el Estado en cada país. A menudo parecería haberse impuesto una
resignación ante el fracaso de las Naciones Unidas para cumplir ese papel y,
consiguientemente, haberse abandonado la persecución de ese objetivo.
Muchos conflictos armados, o la guerra actual entre Rusia y
Ucrania, por ejemplo, son partes de ese problema mayor, del que depende la
seguridad internacional en los próximos tiempos: el del control de la autoridad
internacional que, de haberse considerado como destinada a ser ejercida por un
organismo, la ONU, al finalizar la Segunda Guerra Mundial quedó de hecho en
manos de un solo país –hoy diríamos tres–, con los enormes riesgos que ello
implica. Un importante politólogo del siglo XX explicó el significado de esta
omisión con palabras que merecen comentarse. Se trata de Norberto Bobbio que,
en su Autobiografía, resumió el problema con suma claridad, recordando el
fracaso de la Sociedad de las Naciones y de su sucesora, la Organización las
Naciones Unidas. “Estamos en la situación – lamentaba Bobbio – de que el supremo
poder internacional es ejercido por una de las partes y las Naciones Unidas
aparecen totalmente desautorizadas, y por ende privadas de su razón de
existir.”
Si se repasa la historia del surgimiento de los Estados nacionales se verá que tiene similitudes con la situación a la que nos enfrentamos, pero con resultado exitoso: la construcción de un poder central capaz de imponerse a los “poderes intermedios” –ciudades, provincias, corporaciones– cuyos conflictos comprometían el orden social. Independientemente de los diversos grados de consenso y de violencia que llevaron a la formación de cada uno de esos Estados, su legitimidad –esto es, la legitimidad de su “monopolio de la violencia”– es base del orden social interno, ese orden que no existe en el plano internacional y que reclama algún tipo de solución similar a la lograda en el plano interno de cada nación. De alguna manera, la apología de la democracia, concepto vinculado estrechamente al tipo de orden social de gran parte de los Estados occidentales, hace más aberrante el actual ejercicio del poder en lo internacional.
Escribía el politólogo Norberto Bobbio que “... en el proceso iniciado a finales del XVIII para superar la soberanía del Estado nacional con una gradual intensificación de los acuerdos internacionales” se ha producido un retroceso en los últimos tiempos.
Si se repasa la historia del surgimiento de los Estados nacionales se verá que tiene similitudes con la situación a la que nos enfrentamos, pero con resultado exitoso: la construcción de un poder central capaz de imponerse a los “poderes intermedios” –ciudades, provincias, corporaciones– cuyos conflictos comprometían el orden social. Independientemente de los diversos grados de consenso y de violencia que llevaron a la formación de cada uno de esos Estados, su legitimidad –esto es, la legitimidad de su “monopolio de la violencia”– es base del orden social interno, ese orden que no existe en el plano internacional y que reclama algún tipo de solución similar a la lograda en el plano interno de cada nación. De alguna manera, la apología de la democracia, concepto vinculado estrechamente al tipo de orden social de gran parte de los Estados occidentales, hace más aberrante el actual ejercicio del poder en lo internacional.
Escribía el politólogo Norberto Bobbio que “... en el proceso iniciado a finales del XVIII para superar la soberanía del Estado nacional con una gradual intensificación de los acuerdos internacionales” se ha producido un retroceso en los últimos tiempos.
La paz entre dos contendientes, agregaba, puede obtenerse ya
sea con la victoria de uno sobre el otro, o con la intervención de un tercero
super partes. Y añadía que, en el plano interno de un Estado, el primer camino
equivale a una solución despótica, mientras que el otro es propio de los
sistemas democráticos. Y concluía que en el orden internacional esa solución
democrática no se ha logrado pues el organismo que debía cumplir esa función de
autoridad superior a las partes en conflicto, las Naciones Unidas, no ha podido
cumplir ese objetivo.
Al continuar con el análisis de la situación internacional de las últimas décadas, Bobbio comentaba el criterio de Luigi Einaudi –el destacado político italiano, presidente de la República entre 1948 y 1955– que intentó impulsar una federación europea. Ante el fracaso de la Sociedad de las Naciones, Einaudi argüía que las relaciones del tipo confederal no eran adecuadas para afrontar los conflictos entre Estados nacionales pues el organismo superior, en ese tipo de relación entre Estados, carecía de la autoridad necesaria. La solución para la comunidad europea –sostenía Einaudi– debía lograrse al estilo de la adoptada por los Estados Unidos de Norteamérica a fines del siglo XVIII, al reemplazar el Acta de Confederación por la Constitución de Filadelfia. Esto es, una relación del tipo de Estado Federal para reunir a los Estados europeos bajo una autoridad estatal capaz de cumplir esa función de arbitraje.
Al continuar con el análisis de la situación internacional de las últimas décadas, Bobbio comentaba el criterio de Luigi Einaudi –el destacado político italiano, presidente de la República entre 1948 y 1955– que intentó impulsar una federación europea. Ante el fracaso de la Sociedad de las Naciones, Einaudi argüía que las relaciones del tipo confederal no eran adecuadas para afrontar los conflictos entre Estados nacionales pues el organismo superior, en ese tipo de relación entre Estados, carecía de la autoridad necesaria. La solución para la comunidad europea –sostenía Einaudi– debía lograrse al estilo de la adoptada por los Estados Unidos de Norteamérica a fines del siglo XVIII, al reemplazar el Acta de Confederación por la Constitución de Filadelfia. Esto es, una relación del tipo de Estado Federal para reunir a los Estados europeos bajo una autoridad estatal capaz de cumplir esa función de arbitraje.
El proceso de constitución de la Unión Europea parecía
destinado a cumplir el objetivo deseado por Einaudi, hasta que el rechazo de
algunos países al proyecto de constitución elaborado en 2004 hizo fracasar un
paso decisivo en pos de ese objetivo. De tal manera, es de observar que, si
bien la UE no parece asimilable a una confederación, es en cambio claramente
ajena a la índole de un Estado federal, dado que sus componentes no han perdido
la calidad de Estados independientes.
Pero la referencia al criterio de Einaudi cambia inadvertidamente las dimensiones del problema, pues una cosa es el problema de construcción de una autoridad supranacional en Europa y otra a escala mundial, dada la existencia de tres grandes potencias poco dispuestas a poner en otras manos su interpretación del problema de la seguridad internacional.
Sin embargo, pensar en la constitución de un poder internacional que cumpla las mismas funciones que los Estados actuales cumplen en cada país, ¿no sería una ingenua utopía? ¿Podemos imaginar a las tres grandes potencias actuales sometiéndose a tal limitación de su soberanía, compartiendo las mismas regulaciones constitucionales que cualquier otro país, sin consideración a las diferencias de tamaño y de poder?
Si recurrimos a la historia de la formación de los actuales estados nacionales encontramos también la reunión de entidades de muy diverso tamaño y poder, como lo eran en 1787 las fuertes desigualdades entre las reunidas en Filadelfia, desde Massachusetts o Virginia a Nueva Jersey y Delaware, por ejemplo. Y, en la Argentina de 1853, las de Buenos Aires con las demás provincias.
Pero, claro está, las dimensiones del poder de las actuales grandes potencias, sobre todo en armamentos, no es equiparable al de Massachusetts o Buenos Aires en el pasado. El objetivo de organizar un poder supra partes como reclamaba Bobbio parecería ilusorio. Aunque, así como el poder atómico fue contenido por el temor a sus consecuencias podría pensarse en que la magnitud de los conflictos actuales y el temor siempre presente a las consecuencias de una guerra atómica, pudiese impulsar las cosas en aquella dirección.
De tal manera, el único camino para evitar los conflictos internacionales es, en sustancia, similar al adoptado para evitar los conflictos de intereses dentro de cada país. En la filosofía política de Hobbes, recuerda Bobbio, mientras los hombres permanecían en el estado natural, estaban en guerra entre sí: homo homini lupus. Pero también los Estados, para Hobbes, en el estado natural, son los príncipes del lobo. Por lo tanto, “…no hay paz ni entre los individuos ni entre los Estados a menos que los hombres o los Estados creen una potencia tan superior a cada uno de ellos, sean individuos o Estados, que les impida vencer recíprocamente.”
Si este camino resulta inviable, son de prever la repetición de sucesos como la guerra Rusia-Ucrania, y las peores dimensiones que podrían adoptar esos conflictos solo serían evitadas, quizás, por el “terror atómico”. Por eso, como decía al comienzo, el análisis de los conflictos entre Estados no es suficiente mientras no se contemple su dimensión superior, examinando la posibilidad de que la ONU, o un nuevo organismo, adquiera esa dimensión que hasta ahora parece inalcanzable.
Pero la referencia al criterio de Einaudi cambia inadvertidamente las dimensiones del problema, pues una cosa es el problema de construcción de una autoridad supranacional en Europa y otra a escala mundial, dada la existencia de tres grandes potencias poco dispuestas a poner en otras manos su interpretación del problema de la seguridad internacional.
Sin embargo, pensar en la constitución de un poder internacional que cumpla las mismas funciones que los Estados actuales cumplen en cada país, ¿no sería una ingenua utopía? ¿Podemos imaginar a las tres grandes potencias actuales sometiéndose a tal limitación de su soberanía, compartiendo las mismas regulaciones constitucionales que cualquier otro país, sin consideración a las diferencias de tamaño y de poder?
Si recurrimos a la historia de la formación de los actuales estados nacionales encontramos también la reunión de entidades de muy diverso tamaño y poder, como lo eran en 1787 las fuertes desigualdades entre las reunidas en Filadelfia, desde Massachusetts o Virginia a Nueva Jersey y Delaware, por ejemplo. Y, en la Argentina de 1853, las de Buenos Aires con las demás provincias.
Pero, claro está, las dimensiones del poder de las actuales grandes potencias, sobre todo en armamentos, no es equiparable al de Massachusetts o Buenos Aires en el pasado. El objetivo de organizar un poder supra partes como reclamaba Bobbio parecería ilusorio. Aunque, así como el poder atómico fue contenido por el temor a sus consecuencias podría pensarse en que la magnitud de los conflictos actuales y el temor siempre presente a las consecuencias de una guerra atómica, pudiese impulsar las cosas en aquella dirección.
De tal manera, el único camino para evitar los conflictos internacionales es, en sustancia, similar al adoptado para evitar los conflictos de intereses dentro de cada país. En la filosofía política de Hobbes, recuerda Bobbio, mientras los hombres permanecían en el estado natural, estaban en guerra entre sí: homo homini lupus. Pero también los Estados, para Hobbes, en el estado natural, son los príncipes del lobo. Por lo tanto, “…no hay paz ni entre los individuos ni entre los Estados a menos que los hombres o los Estados creen una potencia tan superior a cada uno de ellos, sean individuos o Estados, que les impida vencer recíprocamente.”
Si este camino resulta inviable, son de prever la repetición de sucesos como la guerra Rusia-Ucrania, y las peores dimensiones que podrían adoptar esos conflictos solo serían evitadas, quizás, por el “terror atómico”. Por eso, como decía al comienzo, el análisis de los conflictos entre Estados no es suficiente mientras no se contemple su dimensión superior, examinando la posibilidad de que la ONU, o un nuevo organismo, adquiera esa dimensión que hasta ahora parece inalcanzable.
. José Carlos Chiaramonte, historiador, investigador emérito del Conicet; Instituto Ravignani,UBA in revista Ñ, 12.03.2022