"Foi com horror que descobrimos que a quantidade de pessoas é mais decisiva do que a qualidade das verdades. (...) O meu problema não é aperfeiçoar a minha consciência, mas saber até que ponto a minha consciência é minha." *
El
enunciado de esta intervención, Los sujetos de la historia, es demasiado amplio
y, por tanto, poco preciso. Podría entenderse, por ejemplo, que quiero hoy
hablar de quienes han protagonizado, o simplemente vivido, los hechos ocurridos
en el pasado humano. Y no es así. Quiero referirme a los protagonistas de la
historia como relato o visión sobre ese pasado, como parcela del conocimiento
heredada por nosotros tras ser elaborada por sucesivas generaciones de historiadores
o memorialistas.
Así entendida, como narración, la historia ha cambiado mucho a
lo largo del tiempo. Y yo quisiera referirme ahora a la evolución de sus
actores o protagonistas a lo largo de las últimas décadas, incluso, a grandes
rasgos, hasta casi a todo el último siglo. Una evolución vinculada, según creo,
al cambio intelectual global vivido por mi generación, cuyo ciclo vital no se
halla ya tan lejos del siglo, y tienen ante ustedes un ejemplo de ello.
Al
comenzar aquel recorrido, la visión del pasado que se nos enseñaba a los niños
de mi época se veía dominada por grandes sujetos, individuales o colectivos, a
los que se nos presentaba con rasgos heroicos. A veces eran naciones, o
pueblos, grupos humanos idealizados que actuaban de manera unánime, movidos por
un ideal común. Otras, se trataba de individuos, personajes, los fundadores de
la comunidad, los padres de la patria, rodeados de un aura religiosa e insertos
en una visión providencial del mundo. En el origen de los tiempos, aquellos
héroes, unidos o enfrentados entre sí, protegidos o perseguidos por los dioses,
instrumentos suyos o rebeldes contra su poder, habrían luchado (a muerte, por
supuesto) y forjado el mundo tal como es hoy: violento, jerarquizado, infeliz.
Nosotros no podíamos soñar con cambiarlo ni aspirar a entrar en la esfera de
los héroes. Lo que debíamos hacer era memorizar sus hazañas y recitarlas.
En
nuestra cultura, el mito más extendido sobre el origen del mal y del dolor es
el relato bíblico sobre el Paraíso Terrenal y la culpable desobediencia de Eva.
Aquel mordisco a la manzana, gesto en apariencia inocuo pero causante de todo
el mal y el dolor del mundo, se nos contaba a los niños en la escuela como un
hecho cierto, que no necesitaba venir avalado documentalmente, igual que
ocurría con lo más descollante del relato bíblico: la muerte de Abel a manos de
Caín, el Diluvio Universal, Noé y el nuevo comienzo de la historia humana, las
plagas de Egipto, la odisea del pueblo de Israel hasta alcanzar la Tierra
Prometida… El pasado se veía en términos providenciales, previsto o planeado
por un Dios omnipresente e infinitamente sabio y justo, que decía no tener
nombre, pero que todos sabíamos se llamaba Jehovah y que premiaba o, sobre
todo, castigaba, dominado a veces por la ira. (…)
A
esta visión religiosa acompañaba otro relato, paralelo, protagonizado por las
naciones. En nuestro caso, el de los niños educados bajo el franquismo, España,
un ente cuya existencia se remontaba casi al origen de los tiempos; y
vinculado, desde luego, a una misión providencial, la defensa de la verdadera
fe, privilegio que nos había concedido el Supremo Hacedor y que nos convertía,
en definitiva, en Pueblo Elegido.
Esta
primera fase de nuestra visión del mundo se correspondía con un enfoque
mágico-infantil del pasado. Sus protagonistas eran héroes que nos protegían,
entes malignos que nos amenazaban. Por supuesto, hemos superado aquello. Hoy,
de adultos, ni los personajes ni el sentido del relato tienen ya ese carácter
ético-sobrenatural. Pero conservamos todavía aspectos míticos, sobre todo en el
esfuerzo implícito por reforzar los Estados-nación existentes. Estos Estados
(España, Francia) son entidades terrenas, modernas, secularizadas, cuyos
orígenes los profesionales más serios situamos en tiempos relativamente
recientes y atribuimos a causas coyunturales; que pueden, o deberían poder,
cambiar, en su extensión, en su estructura, en sus instituciones. Pero el gran
público, y los propios dirigentes políticos, cuando dejan traslucir su visión
de la historia (…), rodean de una faramalla sobrenatural propia de relatos más
heroicos (no necesito recordar los mitos con que Putin rodea la invasión de
Ucrania).
Quienes ocupan situaciones de poder pueden conceder que sus
instituciones tienen un origen histórico, pero sitúan este origen en un pasado
tan remoto que las convierte en poco menos que naturales, únicas posibles en
este momento y lugar. En cuanto a sus objetivos, los presentan como grandiosos
y cargados de significado moral. Con lo que, en definitiva, acaban viendo el
orden existente en términos sobrehumanos; y descartan como antinatural, utópica
y destinada al fracaso cualquier tentación de crear nuevos marcos
territoriales, nuevas estructuras jerárquicas, nuevos centros de poder.
Además
de presentarnos como míticos los orígenes de la nación, los múltiples
conflictos, las pugnas constantes, que jalonaban a continuación su historia, y
que los niños debíamos recitar, se entendían siempre en términos de inocencia
por nuestra parte y maldad por la de nuestros enemigos. Y digo “nuestra” o
“nuestros” porque se nos hablaba de los antepasados en primera persona del
plural yr et ro proyectándonos: se escribía“nuestra decadencia ”, o incluso se
decía que “decaímos”, en el siglo XVII, como si nosotros, los presentes, hubiéramos
vivido en aquella época; no se pretendía tanto, pero sí que existía ya entonces
una identidad colectiva, viva, que era la misma de la que hoy nosotros somos
portadores. En cuanto al relato en sí, era una constante sucesión de guerras;
los cinco siglos de dominio romano en la península, por ejemplo, en los que
reinó la paz, la prosperidad, se construyeron calzadas, puentes, se fundaron
casi todas las ciudades hoy existentes, se implantó la lengua que es origen de
la actual y se predicó la religión hoy dominante, apenas ocupaban unas líneas,
comparadas con las largas páginas dedicadas a Numancia, Viriato y la
resistencia antirromana. Lo importante eran las guerras, especialmente las
libradas para preservar la identidad.
En
esas guerras sin fin, el “nosotros” al que me acabo de referir nunca había sido
el agresor. Los españoles se habían limitado siempre a defender su territorio
contra constantes intentos de invasión violenta: cartagineses, griegos,
romanos, musulmanes. Esta explicación no podía aplicarse de manera mecánica,
obviamente, a luchas desarrolladas fuera de la península Ibérica, el espacio
natural de los españoles, en tierras ocupadas con violencia precisamente por
los españoles: América, por ejemplo. Situación que se resolvía argumentando que
no se había luchado por egoísmo ni ambición de dominar territorios o pueblos,
sino con el muy loable y desinteresado propósito de defender o propagar la
verdadera religión.
La
nación actuaba, en general, de manera colectiva y directa (excepto cuando se desgarraba
en divisiones o luchas “intestinas”, el peor de los males imaginables). Así lo
habían hecho saguntinos o numantinos, o el “pueblo español” alzado en armas
contra la invasión árabe-musulmana o la francesa de 1808. Unánimemente, porque
esos sujetos colectivos idealizados se presentaban como inspirados por un
ideal, el mismo siempre y para todos; aunque se distinguían en ellos unas
élites que dirigían y unas masas que imitaban, como había explicado por
antonomasia un pensador español de primera magnitud, al que las malvadas
historias de la filosofía publicadas en el extranjero tendían a relegar a un
lugar menos relevante.
En
un segundo momento, o segunda fase, el relato se secularizaba, pero no se
desmitificaba. Acabábamos de superar la adolescencia, nos habíamos rebelado,
nos habíamos declarado antifranquistas, habíamos dejado de ir a misa y
presumíamos de vivir “fuera del sistema”. Abjurábamos de lo sobrenatural, de
los milagros. Pero seguíamos viendo el pasado en términos trágicos, como lucha
constante entre héroes que personificaban la virtud y el sacrificio y malvados
que defendían la opresión y el egoísmo, o entre clases sociales o grupos
étnicos que se oprimían unos a otros en su competición por territorios o
recursos. El relato que dominó en mi generación, en su fase antifranquista, fue
el marxista, con añadidos nacionalistas en el caso catalán. Ambos se oponían al
nacionalismo español en que nos habían educado, que explicaba la pugna
histórica sobre un esquema mítico y maniqueo. Pero ambos caían en réplicas
paralelas a lo que combatían.
Bajo
su apariencia de secularización y desmitificación, nuestra visión histórica,
que tan precipitadamente declaramos “científica”, seguía estando regida por un
esquema mítico, ya que se desplegaba en tres etapas que muy bien podrían
llamarse paraíso, caída y redención. La etapa presente, aquella en la que nos
encontramos los humanos actualmente vivos, es la segunda, la caída, marcada por
luchas y sufrimientos.
El
objetivo de aquella historia era incitar a la acción, a la movilización, a la
rebeldía, para destruir o modificar el sistema de poder existente y retornar al
paraíso. Es decir, para alcanzar la tercera etapa mítica. Claro que las
explosiones de protesta pueden explicarse atribuyéndolos simplemente a un deseo
de “mejorar”, de resolver, incluso parcialmente, los males que hoy sufrimos.
Pero tal tipo de promesa es poca cosa, no conmueve ni moviliza las pasiones de
un modo eficaz. Lo que atrae de verdad es que alguien nos ofrezca la solución
global, la definitiva, de los problemas humanos (…). Así lo hacían comunismos o
fascismos.
Aquella
promesa llevaba implícito el paso del actual segundo momento humano, el de
conflictos y dolor, a un tercero de felicidad global y definitiva. Un objetivo,
por definición, ilusorio, pero cuyo poder de atracción es tan alto que permite
exigir la entrega absoluta del comprometido en la lucha, así como eliminar sin
ningún tipo de reparos morales o prácticos a los egoístas, dubitativos o
equivocados que obstaculicen nuestro avance hacia la felicidad colectiva.
El
tema predilecto, en este tipo de planteamiento histórico, es la vida y la
actuación del héroe que redimirá a la humanidad. Un héroe individual, para la
historia conservadora: el legendario padre fundador de la nación, cuyo ejemplo
moral y vital debe seguir inspirándonos hoy día. Un héroe colectivo, para la
historia “social”: el pueblo, el proletariado, el movimiento obrero (…).
La
fase actual en nuestra visión de la historia, la hoy dominante, está marcada,
en principio, por la eliminación de mitos, en nombre de la ciencia y la madurez
intelectual. Nuestra pretensión, la de los historiadores que hoy queremos ser
serios, es descubrir y narrar los hechos ocurridos en el pasado y explicar en
lo posible sus causas y consecuencias. Pero para ello, a diferencia de lo que
se hacía antes, hoy renunciamos a conclusiones grandiosas. Queremos centrarnos
en hechos concretos, parciales, sin elevarnos a un relato providencial sobre el
conjunto de la historia humana.
En
el momento actual, la actividad del historiador sigue consistiendo, desde
luego, en narrar hechos y explicar su significado; pero este último no debe,
salvo que se justifique de manera convincente, superar su contexto concreto, el
lugar y la época en que ocurrió, los objetivos específicos que lanzaron a la
acción a sus protagonistas. Nuestros relatos son parciales y limitados, como lo
son los problemas que analizamos.
Esa
profesionalidad que idealizo exige, por un lado, renunciar a una visión global
de la humanidad, marcada por un principio y un fin (una redención universal,
próxima y definitiva). Los problemas que se narran pueden acabar siendo o no
resueltos, pero su solución, en todo caso, no es definitiva. Son problemas,
además, referidos a aspectos antes dejados de lado, por no relacionarse con el
poder y sus círculos cercanos. Las nuestras no son ya historias de reyes,
gobernantes, grandes personajes políticos y militares, sino de los sometidos,
de las estructuras de sumisión, de grupos sociales más grises o neutrales ante
el sistema de poder; o bien de grupos minoritarios, marcados por alguna
singularidad cultural y, a veces, por esa misma razón, marginados u oprimidos.
En cierto modo, y perdonen la simplificación, la evolución de la visión
histórica a lo largo de los últimos cincuenta o setenta años podría
sintetizarse como de los dirigentes a la nación; de la nación a la clase; y de
la clase a las identidades culturales.
Todo
lo dicho se vincula a la historia de mi generación, cuya primera fase vino
marcada por lo enseñado en la escuela y trasmitido por la prensa o la radio
bajo el franquismo: una historia nacional, cuyos personajes se valoraban, en
definitiva, a partir del único y definitivo criterio de su aportación positiva
o negativa a la construcción y el engrandecimiento de España.
La
segunda fase fue la de nuestra rebeldía juvenil: nos enfrentamos con lo
aprendido, nos negamos a seguir lanzando loas a los Tercios de Flandes o las
Tres Carabelas, pero al final reprodujimos sus esquemas, aunque invirtiendo el
papel de héroes y villanos. El movimiento obrero, visto hasta entonces como un
factor negativo, de división interna, un obstáculo en el proceso de
construcción nacional, pasó a ser el mesías redentor, el destinado a conducir a
la humanidad a la futura y cercana revolución liberadora. Las élites sociales o
políticas, en cambio, que antes acaudillaban a las masas en su avance hacia la
plenitud nacional, eran ahora condenadas como “burguesía” explotadora u opresora,
obstáculo maligno que se interponía en el camino hacia la libertad e igualdad,
hacia la felicidad universal, en definitiva.
Y
la tercera fase es la actual, la de la complejidad de la madurez. Como alguien
que quiere comprender y juzgar de manera equilibrada, el historiador analiza
los problemas del pasado de manera compleja, evitando simplificaciones y
maniqueísmos. Y su posición se abstiene de ser, en principio, partidista o
militante. No defiende, para empezar, una división tajante de la sociedad en
clases sociales o grupos culturales, marcados por rasgos definibles en términos
objetivos. Tampoco se sitúa a priori en favor de uno de los grupos en pugna. Lo
que de ningún modo significa que sea neutral, aséptico, incapaz de lanzar
juicios críticos sobre las cuestiones que originan los conflictos o la forma en
que se desarrollan estos.
Lo
que ha interesado al historiador, en definitiva (como a cualquier cabeza
pensante), ha sido siempre él mismo, su propia realidad. Nuestro objeto de
interés somos nosotros, ciudadanos que vivimos una situación histórica, estamos
sometidos a un esquema de poder heredado y formamos parte de un grupo o sector
social (de una “identidad colectiva”, cuando esta se define con más
subjetividad). Nuestra peculiaridad, como historiadores, es, quizás, nuestra
capacidad de disfrazarnos, de identificarnos con nuestros personajes o temas de
estudio. Al principio, en la fase infantil, con dioses, héroes, grandes
personajes mitológicos. Más tarde, en la rebelde, con la gente común, el pueblo,
pero elevado a la categoría de objeto de la máxima opresión, de lo que se
deriva su grandiosa misión redentora. Cuando la pugna se hace más compleja, con
el grupo con el que nos identificamos y al que convertimos en protagonista de
la historia. Y nosotros, los narradores de ese pasado, somos los profetas, el
Merlín destinado a revelar su misión al Mesías, a despertarle del sopor en que
se halla sumido y que le impide liberar de una vez a la Princesa sufriente (la
nación oprimida, el pueblo trabajador explotado).
Tal
misión redentora está frecuentemente ligada a la opresión misma de que se ha
sido víctima. Es decir, lo excepcional de nuestros sufrimientos justifica lo
grandioso de nuestra misión. Ocurre, por supuesto, en las religiones que hacen
de los desposeídos y sufrientes los puros, los limpios de pecado y, por tanto,
los elegidos y portavoces de Dios. Pero también en visiones supuestamente no
religiosas, como el marxismo, que convierte al proletariado en redentor
precisamente por representar la desposesión absoluta, la explotación suprema,
la radical desposesión de bienes, lo cual hace de él no sólo el inspirador y
dirigente de la rebelión final, sino alguien que, cuando triunfe, carecerá de
recursos o de incentivos para oprimir a otros.
El
objetivo es siempre convertir nuestra vida en centro de la historia; dotarla de
interés. Lo que no toleramos es ser tan insignificantes como somos. No queremos
vernos viviendo una vida gris, intermedia, sin ser más oprimidos y sufrientes
que nuestros predecesores ni estar marcados por un destino más grandioso que
nadie.
Sólo
en la última fase, la de madurez, se comienza a comprender esto y se acepta
renunciar a tan alta misión. Porque madurez significa humildad, significa no
vernos como superhéroes, sino como vulgares seres humanos, semejantes a
nuestros congéneres pasados y presentes. Pese a lo cual, nuestra historia es
interesante, nuestra vida merece ser contada. Sigamos investigando, sigamos
escribiendo, sobre nuestro pasado. Sigamos analizando al ser humano, intentando
comprenderlo cada vez mejor. Pero, precisamente para poder hacer bien ese
trabajo, renunciemos a rodearle de auras de excepcionalidad, de heroísmo, de
martirio o de redención. Veámoslo como lo que es: un ser vivo, muy ajeno a lo
sobrenatural, cuyos principales afanes son terrenales: mantenerse con vida,
tener un trabajo digno y estable, un refugio y una vestimenta confortables,
legar un futuro protegido a sus hijos.
Sólo
así, con una historia escrita a ras de tierra, sin elevarnos en ningún sentido
a lo sobrehumano ni a lo mítico, haremos un trabajo serio, profesional, digno.
Podremos contribuir a conocernos mejor y a dominar mejor nuestra realidad
cercana. Y a facilitar la vida y la convivencia pacífica a generaciones futuras
que, al leer lo que dejemos escrito, no se vean incitadas a concebir el pasado
como enfrentamientos maniqueos, poblados por verdugos y víctimas, ni a
retroproyectarse y retroproyectar a sus lectores — como herederos siempre de
las inocentes víctimas — para predicar revanchas contra los supuestos herederos
de los verdugos.
Que nuestros libros, por el contrario, sirvan para comprender
la complejidad de las tragedias del pasado y para evitar, en lo posible, las
causas o situaciones que llevaron a ellas; pero sin proyectarnos como protagonistas
de hechos que, además de ser muy complejos, ocurrieron mucho antes de que
naciéramos.
* Witold Gombrowicz in Diário (1953-58)
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