España
lleva camino de convertirse en un desierto industrial. El sector
manufacturero perdió 350.000 afiliados desde la crisis de 2008,
quedándose en 2,38 millones, lo que contrasta con los casi tres
millones de empleos ganados en el mismo periodo en los servicios, al
pasar de 13 a 15,9 millones de ocupados. Las cifras constatan que
somos un país de servicios y explica la caída de la productividad y
el estancamiento secular de la renta per-cápita frente a nuestros
vecinos europeos.
La
industria sólo representa el 14% del PIB (incluido el sector
energético), lejos del 20% que Europa se puso como meta para finales
de la anterior década. Y la tendencia es a la baja. Nuestro país
perderá el podio como segundo productor de automóviles europeos en
favor de Hungría en los próximos años, en los que el coche
eléctrico sustituirá poco a poco al de combustibles fósiles.
En
esto momentos, sólo existen dos proyectos serios para instalar
fábricas de baterías. Y los dos pertenecen a fabricantes presentes
ya en España, Volkswagen y Stellantis. La posibilidad de que algún
fabricante chino se instale aquí ha quedado reducida a MG, propiedad
del grupo SAIC, y a Chery, que está interesada en Zona Franca
(Barcelona), pero no acaba de concretar su proyecto, al igual que
hizo anteriormente Great Wall Motors, que luego dio la espantada.
El
presidente de Anfac y también de Seat-Cupra, Wayne Griffiths,
reivindicaba esta semana ante Sánchez, en el foro anual del sector
un cambio profundo en el Moves III, para agilizar las ayudas a la
adquisición de eléctricos, y alargar su vigencia más allá de
julio de 2024. El propio Griffiths se preguntaba cómo España
pretende ser un hub de electromovilidad cuando está en el vagón de
cola en eléctricos. Apenas representan el 5% del parque de coches.
El
automóvil pasa por un momento complicado. La guerra de precios que
comenzó hace más de un año en China, donde los eléctricos tienen
ya una cuota cercana al 25%, se ha traslado a Europa. Al recorte de
precios aplicado por Tesla para impulsar sus ventas, siguieron otras
marcas chinas como BYD o MG. Bruselas prohibió la fabricación de
vehículos de combustión en 2035, pero las ventas de eléctricos se
han paralizado allí donde desaparecieron las ayudas, como ocurrió
en Noruega y más recientemente en Alemania. Es cierto que ambos
países tenían un parqué eléctrico del 40 y el 25%,
respectivamente, muy superior al español.
Los
fabricantes se quejan de que los automóviles de origen fósil que no
se produzcan en Europa acabarán importándose de otros lugares del
mundo, como África, Estados Unidos o la propia China a precios
asequibles.
¿Por
qué los europeos no estamos dispuestos a comprar eléctricos cuando
no se subvencionan? La respuesta es sencilla, porque el precio es
mucho más caro que el coche tradicional y la duración de las
baterías despierta muchas dudas. El presidente de la patronal
europea de automóviles (Acea) y del grupo Renault, Luca de Meo,
reconoció también en el Foro de Anfac, que “la transición al
coche eléctrico la deben pagar los que tienen pasta”. “El
eléctrico va a continuar siendo caro porque el 40% de su valor es el
coste de la batería”, subrayó. Aquí se abre otro melón: el
control de las materias primas para la construcción de baterías,
como litio, hierro o fosfato (LFT), está en manos chinas, al igual
que su tecnología. Ello nos hace extraordinariamente dependientes de
Pekín, que está en otra onda ideológica y política, como se vio
en la pandemia, cuando nos quedamos sin suministros sanitarios y de
todo tipo.
La
presidenta de la Comisión Europea, Úrsula von der Leyen, amenazó
con imponer aranceles para frenar la entrada de modelos chinos a
precio de derribo, que invade el mercado europeo. Pero todo quedó en
agua de borrajas, porque China es uno de los principales destinos de
las exportaciones y de la producción de automóviles germanos.
El
grupo franco-italiano Stellantis (resultado de la suma de Peugeot,
Citroën, Fiat o Chrysler-Jeep) anunció una alianza con la china
CATL, el mayor productor de baterías del mundo, para sus factorías
en Europa, entre ellas la proyectada en Zaragoza. Las ayudas
recibidas de los fondos europeos servirán así, indirectamente, para
financiar la tecnología del gigante asiático.
En
España, la extensión del coche eléctrico se topa, adicionalmente,
con dos grandes inconvenientes: la escasa red de cargadores por las
trabas burocráticas y su coste económico; y el hecho de que el 80%
de la población carece de garaje para colocar un cargador. Los
expertos alertan, además, de la falta de inversión de Redeia
(antigua Red Eléctrica) para reforzar la red eléctrica de alta
tensión a fin de alimentar la amplia red de dispositivos de carga,
que se necesitará en el futuro.
¿Por
qué no despega la venta de eléctricos?
Los
distribuidores señala que los clientes les plantean muchas preguntas
sobre el número de recargas totales y las expectativas de vida de la
batería. “Asimismo, les preocupa el tiempo que tarda en cargarse,
los costes de reparación en caso de avería o de colisión con otro
vehículo (en la mayoría de los casos, la batería tiene que ser
sustituida por una nueva), junto a la insuficiencia de postes de
recarga.
En
paralelo, la subida del precio del dinero provoca que cada automóvil
financiado en cualquier modalidad de leasing, renting, etc., se
encarezca de media unos 4.000 euros. En la mayoría de las familias
sigue siendo necesario tener uno de los coches que funcione con
combustible, para no depender de las recargas, sobre todo, en
trayectos largos.
Estas
circunstancias obligaron a grupos como Volkswagen, Ford o General
Motors (GM) a retrasar sus inversiones milmilonarias en baterías o
directamente a suprimirlas. En los últimos días de octubre pasado,
GM anunció que postergaba doce meses la inversión de 4.000 millones
de dólares para construir una pick up eléctrica, mientras que Ford
desvió 12.000 millones para producir híbridos, cuya demanda va como
un cohete. Una de los afectadas por esas demoras es la factoría
valenciana de Almussafes.
Hasta
Elon Musk admite que los pedidos están cediendo, por lo que redujo
el 20% los precios en enero. El primer ejecutivo de Toyota, Ako
Toyodo, que ha realizado una gran apuesta por los híbridos no
enchufables, señaló: “La gente, por fin, se da cuenta de la
realidad”.
Por
eso, los combustibles 100% renovables o sintéticos desarrollados por
algunos fabricantes como Porsche o por petroleras como Repsol cobran
cada vez mayor vigencia como alternativa. Sus fabricantes sostienen
que las emisiones netas son inferiores a las baterías, si se tiene
en cuenta todo su proceso de producción y no sólo se miden en el
tubo de escape.
El
problema es que su precio es superior a los fósiles, porque soportan
los mismos impuestos que éstos, pese a que no debería ser así al
proceder de residuos o de componentes químicos con emisiones netas
cero. La Comisión Europea los aceptó junto a la energía nuclear en
la Ley de Cero Emisiones para contrarrestar el impacto de la Ley para
la Reducción de la Inflación (IRA) estadounidense, que llevaba
aparejados 369.000 millones de dólares, y a las inversiones
anunciadas por China, que superan los 280.000 millones de dólares.
Por
otro lado, aviones, barcos y camiones de gran tonelaje difícilmente
podrán adoptar las baterías mientras que no aligeren
significativamente su peso, por lo que trabajan en productos
alternativos como el hidrógeno verde o el combustible sostenible
SAF.
La
industria desarrolla la segunda generación de baterías de estado
sólido, más ligeras y de mayor duración, lo que debería impulsar
su demanda y reducir la volatilidad de los precios, que perjudica a
los fabricantes. El litio, la principal materia prima a día de hoy,
llegó a multiplicar su precio por doce y luego se redujo a la mitad,
ante la caída de la demanda y las expectativas de que sea sustituido
por otros componentes.
Los
eléctricos son el futuro, sin duda, pero los fabricantes frenan sus
inversiones y los consumidores empiezan a cuestionar sus bondades, lo
que abre hueco para el desarrollo de otras alternativas, sin
perjudicar la descarbonización de la economía. En conclusión, hay
vida más allá del coche eléctrico.
-
Amador G. Ayora, director de El Economista