«La pretensión de tener buen ojo para la pintura plantea dos grandes interrogantes. En primer lugar, ¿cómo se aprende esta habilidad? Y, en segundo lugar, ¿hasta qué punto son fiables las conclusiones? Aunque los mejores expertos emiten sus juicios en un instante, se basan en largos años de experiencia. Del mismo modo que los críticos literarios realizan una ‘lectura minuciosa’, los entendidos practican la ‘observación minuciosa’ de los cuadros durante horas, todos los días»
MI
proyecto actual consiste en escribir una historia del oficio de los
expertos, es decir, la práctica de juzgar obras de arte,
especialmente pinturas, evaluar su calidad, atribuir estas obras (a
menudo no firmadas) a un artista determinado y diferenciar un
original de una copia (incluidas las falsificaciones). Estoy
escribiendo esta historia desde el punto de vista de un historiador
del conocimiento; será mi séptimo libro sobre el tema, cada uno
examinando el conocimiento desde un ángulo diferente. Se centrará
en Occidente desde el Renacimiento hasta la actualidad, sin dar por
sentado que este arte de juzgar sea exclusivamente occidental (los
expertos ya ejercían en China hace bastante más de mil años) o que
surgiera de repente en torno a 1500. Al igual que muchas otras
prácticas, es probable que esta existiera antes de que fuera
documentada. En el siglo XVIII, la aparición de los grabados
permitió a los expertos comparar obras dispersas por museos de
distintas partes de Europa. En el siglo XIX, la fotografía hizo lo
propio. En el siglo XX, la dendrocronología ayudó a datar las
pinturas sobre tabla. Hoy en día, la inteligencia artificial ha
empezado a utilizarse para la atribución, comparando las pinceladas
de un cuadro determinado con las pinceladas típicas de un pintor
concreto en el banco de datos de la máquina
¿Por
qué debería salir a la luz esta destreza en este momento? Quisiera
sugerir que el hecho está relacionado con un nuevo interés por las
pinturas antiguas. En la Italia de principios del Renacimiento, los
aristócratas coleccionaban lo que hoy llamamos ‘arte
contemporáneo’. Eran mecenas que pedían a los artistas que
pintaran temas concretos, ya fueran cristianos o clásicos. En el
siglo XVI también encontramos coleccionistas como Felipe II, que
acumulaba obras de El Bosco, o su pariente Margarita de Austria, que
poseía el famoso retrato de Arnolfini realizado por Jan van Eyck,
fallecido cuatro décadas antes de que ella naciera. Los
coleccionistas necesitaban expertos que valoraran y atribuyeran sus
cuadros, entre ellos Velázquez, activo en la corte de Felipe IV no
solo como artista, sino también como custodio de los cuadros del Rey
y un asesor capaz de decir si una obra atribuida a Tiziano (el pintor
favorito del Rey) era auténtica.
Desde
entonces, a los expertos en artistas se han sumado marchantes de
arte, coleccionistas aficionados, catedráticos de Historia del Arte
y asesores profesionales de coleccionistas. Lo que les distingue de
sus compañeros puede resumirse en una palabra: ojo. Tener ojo es ser
capaz de echar un vistazo rápido a una obra de arte y reconocer
inmediatamente su calidad, atribuirla a un artista y decidir si se
trata de un original, una copia o una falsificación. Entre los
entendidos famosos que se creía que poseían esta habilidad en grado
superlativo están los italianos Giovanni Morelli y Roberto Longhi,
el alemán Wilhelm von Bode y el estadounidense Bernard Berenson.
La
pretensión de tener buen ojo para la pintura plantea dos grandes
interrogantes. En primer lugar, ¿cómo se aprende esta habilidad? Y,
en segundo lugar, ¿hasta qué punto son fiables las conclusiones?
Aunque los mejores expertos emiten sus juicios en un instante, se
basan en largos años de experiencia. Del mismo modo que los críticos
literarios realizan una ‘lectura minuciosa’, los entendidos
practican la ‘observación minuciosa’ de los cuadros durante
horas, todos los días. Como en el caso de los concertistas de piano
o los violinistas, su habilidad se basa en la práctica constante.
También depende de una memoria visual excepcional, que permite a
estos individuos establecer comparaciones, rápida e
inconscientemente, entre el cuadro que están contemplando hoy y otro
que han visto una vez en otro lugar, a veces años antes y en otro
país. En otras palabras, los entendidos desarrollan una habilidad
que los psicólogos experimentales denominan «reconocimiento de
patrones». También se podría decir que ‘diagnostican’ cuadros,
ya que su capacidad para reconocer detalles se asemeja a la de los
médicos que identifican una enfermedad por sus síntomas. En
consecuencia, algunos expertos han hecho descubrimientos
espectaculares de grandes obras de maestros antiguos en lugares
inesperados, como graneros, cocinas o incluso establos, que habían
pasado desapercibidas para sus propietarios.
¿Hasta
qué punto son fiables estos diagnósticos? Comienzan como una
especie de intuición, una sensación de que un cuadro determinado es
una falsificación, o de que debe de ser obra de un artista concreto.
Se decía de Berenson que, en presencia de una falsificación,
«sentía malestar en el estómago» y «escuchaba un curioso zumbido
en los oídos». Al experto italiano Federico Zeri le llevaron a ver
una estatua supuestamente antigua adquirida por el Museo Getty por
una gran suma de dinero. Su reacción inmediata fue decir: «Espero
que aún no la hayan pagado». En la actualidad, la opinión
generalizada es que se trata de una falsificación moderna.
Afortunadamente, no es necesario depender de la intuición. Estos
juicios rápidos pueden verificarse de varias maneras. Una de ellas
es señalar, como hacía a menudo Morelli, detalles menores como la
forma de las orejas de las figuras de un cuadro determinado, ya que
cada artista tiene una manera personal de representar estos detalles,
probablemente sin ser del todo consciente de su manera particular de
hacerlo. Otro método de verificación es documental. En una ocasión,
Longhi insinuó una similitud entre el estilo de Caravaggio y el de
un pintor lombardo de menor importancia, Simone Peterzano.
Posteriormente, se descubrió un documento que revelaba que Peterzano
fue el primer maestro de Caravaggio. Las ciencias naturales también
desempeñan un papel a la hora de verificar las intuiciones de los
expertos. El análisis químico de una muestra de pintura ha
demostrado a veces que un cuadro aparentemente antiguo es una
falsificación moderna, porque el tipo de pintura utilizado no
existía en la época en que se supone que fue realizado. Las
radiografías han revelado a menudo cambios de opinión del pintor,
lo que indica que la obra es un original y no una copia.
¿Qué
nos dice todo esto sobre la fiabilidad del ojo? Reconocer una obra en
el acto suena a conjetura, pero es una conjetura fundada en el
conocimiento, incluso si el conocimiento no siempre es consciente.
Los nuevos métodos de análisis confirman a menudo los juicios de un
experto determinado, como en el caso recurrente de una atribución
realizada antes de que se descubra la firma del artista, oculta por
el marco o por una capa repintada. Por otra parte, hay que admitir
que incluso los entendidos más famosos han cometido errores. El
experto holandés Abraham Bredius, por ejemplo, se dejó engañar por
los ‘vermeers’ que en realidad habían sido falsificados por el
artista del siglo XX Han van Meegeren. Van Meegeren reconoció que
había realizado las falsificaciones tras ser acusado, en 1945, de
colaborar con el enemigo por haber vendido uno de sus ‘vermeers’
a Hermann Goering. Ningún experto es infalible. Por otra parte,
algunos ojos son más agudos o más hábiles que otros. La mayoría
de los juicios emitidos por Longhi, Zeri, Morelli y al menos unos
cuantos más han sobrevivido a la prueba del tiempo, y a la de la
ciencia.
. Peter Burke es ensayista y profesor emérito de Historia Cultural/Universidad de Cambridge