22/10/2022

The Waste Land

«Cien años después, la obra de Eliot es para nosotros un espejo incómodo. Su idea seminal de que “la poesía consiste en huir de las emociones, aunque sólo quienes tienen emociones saben lo que significa huir de ellas”, resulta ahora intolerable y otra vez revolucionaria»

En los cien años transcurridos desde la publicación de ‘La tierra baldía’, el mundo se ha convertido en lo que su autor vio en el poema. Sus visiones de entonces son hoy, hasta un extremo inverosímil, nuestra cotidianidad. Para empezar, ya desde el primer verso («Abril es el más cruel de los meses»), Eliot certificó el extrañamiento del hombre con respecto a la naturaleza que había empezado a acusarse en el Romanticismo, haciendo suyo el desahucio metropolitano explorado luego por Baudelaire.
Después de que la primera gran guerra industrial sacrificara a una generación entera de jóvenes en las trincheras, toda la creación había quedado bajo el signo de la aniquilación. Aquellos soldados adolescentes fueron los últimos que pudieron ir a la muerte cantando los poemas y las églogas que les habían enseñado sus padres victorianos. En ese sentido, ‘La tierra baldía’ constata el final de la poesía como canto. La melodía yámbica que había vehiculado la forma de pensamiento dominante en la lírica anglosajona quedaba de pronto destruida con la irrupción de nuevos ritmos, estridencias, bruscos cambios de registro. El poema ya no era el hegemónico espacio del yo, cuya máscara, el gran disfraz de la modernidad, se daba la vuelta para mostrar su vacío. Ninguna de las identidades que la civilización occidental había afirmado con tanto orgullo y arrogancia en los siglos anteriores seguía incólume.
Eliot fue el primer poeta en evidenciar hasta qué punto la literatura moderna vive en la traducción, siendo en ese sentido un precursor de la ‘transterritorialidad’, la nueva geografía imaginativa que, de Beckett a Nabokov, iba a cartografiar el siglo XX. Las ráfagas de otras lenguas que atraviesan el poema denuncian una nueva y sintomática inseguridad del idioma, que ya no está arraigado en el lugar histórico, la ‘maternidad’ de la que podía disfrutar por ejemplo Dante, el poeta al que Eliot – y no por casualidad –, quiso convertir en el centro de un imposible nuevo canon europeo. También Joyce soñaba por entonces con emanciparse del inglés e inventar una lengua en la que cupieran todas las lenguas, la ‘Ursprache’ en la que coinciden todas las traducciones. Como el ‘Ulises’, ‘La tierra baldía’ es el responso por la literatura europea entendida como forma unitaria de autoridad y dominio. «No puedo conectar nada con nada». La perfecta articulación del todo que había profetizado la generación anterior, la de Ernest Renan, la que creyó en el definitivo cumplimiento del progreso científico, se había pulverizado en apenas dos décadas.
Por otro lado, las clásicas identidades sexuales también quedaron impugnadas en el poema, el primero que se atrevía a hablar de abortos, de impotencia, de esterilidad, una sexualidad traumática que venía a proponerse como metáfora de la infecundidad a la vez privada y pública que atraviesa toda la obra. La figura de Tiresias, metamorfosis moderna y cómica del viejo vidente, encarna una precursora dislocación del género, de la misma manera que Ofelia, evocada en el escalofriante verso final de la segunda parte («Buenas noches, señoras, buenas noches, dulces damas, buenas noches, buenas noches»), aparece para representar por última vez, antes de su suicidio, una imagen sacralizada de la mujer, objeto de la lírica desde los trovadores, que ya no volverá a ser posible.
Hay también en ‘La tierra baldía’ una constante ansiedad espiritual, fruto de la agonía del cristianismo, que no sólo confirma el desencantamiento del mundo que venía gestándose desde el Renacimiento («Las ninfas se han ido») sino que reivindica al mismo tiempo la necesidad de trascendencia. El Támesis no es un vigoroso dios pardo, como lo será en la imagen primigenia de ‘The Dry Salvages’, sino ya sólo un vertedero, pero su presencia despierta el eco de músicas perdidas que conforman una especie de espectro acústico en todo el poema, desde las canciones de Wagner y Ariel («son perlas lo que eran sus ojos antes»), hasta las citas de San Agustín, Dante y las ‘Upanishad’. Ahí está ya, ‘in nuce’, la aspiración a una espiritualidad ecuménica que Eliot explorará veinte años más tarde en los ‘Cuatro cuartetos’, la solución al problema expuesto en ‘La tierra baldía’. Como Rilke, que hace también cien años terminaba las ‘Elegías de Duino’, Eliot acertó tanto a definir el problema existencial del hombre moderno como a proponer una salida.
¿Cuál es de todos modos nuestro problema? Como se ve, todo lo que Eliot sondeó en su poema es hoy urgente, inexcusable, palpitante. Cuando creíamos haber alcanzado una inmunidad tecnológica, la pandemia nos ha devuelto a nuestra labilidad constitutiva. El orden político creado después de la caída del Muro de Berlín se ha visto de golpe sacudido por la guerra de Ucrania, que a su vez ha vuelto a revivir el fantasma atómico de la destrucción absoluta. El mito de ‘le gaste pays’ de Chrétien – ‘il paese guasto’ en Dante –, del reino exhausto del Rey Pescador, tiene hoy una vigencia que no hace falta explicar. Y sin embargo todo lo que hace cien años un poeta acertó a expresar con tanta complejidad y ambición es tratado hoy en el campo de la más deprimente banalidad.
La cultura ultrademocrática instituida por internet está generando paradójicamente una sumisión a los nuevos dogmas de la sociedad, acuñados por todo el espectro ideológico, que está dejando sin defensa crítica a la propia democracia. Y una democracia que se rinde a sus mitos está socavando fatídicamente sus propios fundamentos. La literatura, entendida como representación de problemas y no como espejo de complacencias, se está ocultando, camino de una clandestinidad que quizá sea inevitable e incluso quién sabe si beneficiosa.
T.S. Eliot se definió como ciudadano conservador, monárquico y anglocatólico, pero como poeta y como crítico no se limitó a dejarnos una simple manifestación de sus opiniones, de sus filias y de sus fobias, sino que supo librarse a una complejidad que estaba más allá de su subjetividad transitoria y circunstancial. Eliot perteneció a una generación que ya no heredó una tradición sólida, tal y como se había entendido desde los romanos, pero supo aprovechar ese hundimiento para bucear en las ruinas con mayor intensidad y legarnos una de las aventuras críticas, estéticas y espirituales más incitantes del pasado siglo. Cien años después, ‘La tierra baldía’ es para nosotros un espejo incómodo. Si por una parte nos reconocemos en la figura descompuesta que nos devuelve, por otra no acertamos a asumir la dificultad de representación y pensamiento que propone. Su idea seminal, por ejemplo, de que «la poesía consiste en huir de las emociones, aunque sólo quienes tienen emociones saben lo que significa huir de ellas» resulta ahora intolerable y otra vez revolucionaria.

                                                                     + Andreu Jaume - ABC